Con la evolución del consumo mediático de las audiencias la social media se colocó al centro de las campañas electorales y de la comunicación de gobierno.
Desde su irrupción más notable en política, la campaña de Obama en 2008, los estrategas digitales han intentado explotar las nuevas oportunidades que estas plataformas ponen a su disposición, algo cada vez más difícil porque dichos canales y el propio comportamiento de la población evolucionan de manera cada vez más acelerada, superando la capacidad de los equipos políticos para analizarlos, adaptarse e implementar soluciones efectivas.
Este escenario se ha vuelto más complejo desde que TikTok apareció en 2017 y se convirtió en la red social de más rápido crecimiento en la historia. Esta aplicación, la más descargada en los últimos años, no sólo impuso un contenido dominante sino una dinámica de consumo intensivo, como los videos verticales, cortos y espontáneos en una secuencia infinita y sin interrupciones.
Mientras algunos críticos menospreciaron la plataforma, esta desarrolló uno de los algoritmos más avanzados de nuestros tiempos con tal nivel de éxito, que Meta se ha apurado a imitar el modelo en Facebook e Instagram, al igual que Youtube y fallidamente Twitter.
Las plataformas tradicionales nacieron con un objetivo central: conectar a los usuarios con sus círculos sociales y luego transicionaron a recomendar contenidos que pudieran interesarles más allá de su entorno inmediato.
TikTok partió de origen con un objetivo completamente distinto y centró su enfoque en los intereses del usuario. Ninguna app de enfoque “social” puede alcanzar la inmersión que brinda una experiencia ultra personalizada. Después de todo, por más vínculos que dos personas puedan compartir, sus aficiones, gustos y preferencias no se alinean del todo.
La disrupción de TikTok en el panorama del social media es el síntoma más visible de un fenómeno más amplio: la nueva comunicación algorítmica, el preámbulo de un cambio de era en la industria.
Este nuevo enfoque implica que la elección de los contenidos que aparecen en la pantalla de cada usuario sean el resultado de una cantidad cada vez más compleja de cálculos basados en los intereses específicos de ese individuo, así como del descarte de los contenidos que evita.
En otras palabras, las audiencias están cada vez más habituadas a una oferta de contenidos a la medida, y entre mayor es su consumo, la experiencia resulta más satisfactoria por la precisión que el algoritmo desarrolla al seleccionar el material que reciben.
La eficiencia de los algoritmos pone sobre la mesa el mayor reto de la comunicación política contemporánea: generar relevancia desde el contenido, y aplicar la micro-segmentación como condición de los macro-efectos. Lograr lo anterior implica comprender inicialmente qué es “el algoritmo” y qué rol tiene para nuestra especialidad.
Lo correcto es referirnos a “los algoritmos”, que integran un sistema que opera como broker entre los comunicadores políticos en redes y los usuarios de las mismas.
Este sistema responde a distintos objetivos, pero tiene uno general: mantener al usuario el mayor tiempo posible frente a la pantalla. Cada momento que transcurre es una oportunidad para crear impactos publicitarios.
En este sentido, el instrumento no sólo está experimentando cuál es el mejor contenido según la interacción que genera, sino que descarta aquel que no provoca interés y puede provocar que el usuario deje la sesión. Es en este proceso donde fracasa el grueso de los intentos de hacer comunicación política digital, hablamos de esa montaña de publicaciones que lanzan los equipos de campaña o de gobierno ignorando por completo los intereses, los formatos y las preferencias de los usuarios, volviéndose así enemigos del algoritmo. Y este es un adversario invencible.
La mecánica del algoritmo está diseñada para empatar las opiniones políticas del usuario con los contenidos mostrados, contrario al objetivo de muchos actores políticos de persuadir persistentemente a los ciudadanos para cambiar sus puntos de vista.
“Sin contenido de calidad sus resultados serán progresivamente inferiores. Y cuando hablamos de calidad no sólo se trata de aspectos técnicos, sino creativos”.
Los grandes aparadores del social media utilizan la psicología a su favor, saben que exponer a un individuo a opiniones políticas antagónicas produce desagrado en el mismo, y lo llevaría a alejarse de la plataforma. Por el contrario, mostrarle un espejo lleno de coincidencias eleva drásticamente su permanencia en línea.
Por esta misma razón los extremismos se anidan con gran facilidad en las redes, estos grupos resultan perfiles muy predecibles para el algoritmo y por lo tanto le resulta más fácil ofrecerles más de lo que ya piensan.
Estos “filtros de burbuja”, si bien no son deseables para el desarrollo de una democracia saludable, son un hecho ineludible de la nueva comunicación política. El algoritmo no se forma a sí mismo, está en un aprendizaje permanente que se construye con el conjunto de interacciones sociales de los usuarios.
¿Qué significa esto para la comunicación política? En primer término es la última llamada para aspirantes, candidatos, partidos e instituciones públicas que se han resistido a la profesionalización de su presencia digital. Sin contenido de calidad sus resultados serán progresivamente inferiores. Y cuando hablamos de calidad no sólo se trata de aspectos técnicos, sino creativos. Aquella pieza que no capture la atención en los primeros segundos, pasará al basurero digital mucho más rápido.
En segundo lugar, la intensidad de la producción de contenido deberá ser necesariamente elevada para quienes busquen tener éxito en redes sociales. No sólo porque el algoritmo premia la frecuencia y la constancia, sino porque ante la micro-segmentación automatizada, los comunicadores políticos estarán obligados a atomizar sus mensajes para llegar a las distintas audiencias.
Adicionalmente, esta nueva etapa de la evolución comunicacional intensifica la horizontalidad de la Social Media, fenómeno del que tanto se habló hace algunos años para describir el fin del proceso tradicional de la comunicación unidimensional formada por transmisores y receptores. En esta fase, la interacción es el indicador clave, no sólo como objetivo deseable, sino como un factor definitorio entre la relevancia y la desaparición virtual.
“El algoritmo no se forma a sí mismo, está en un aprendizaje permanente que se construye con el conjunto de interacciones sociales de los usuarios”.
Los algoritmos no son un factor nuevo en la comunicación política, pero aquellos de hace un par de años son reliquias comparados con la sofisticación de las máquinas de aprendizaje automatizado que ya no sólo hacen la curaduría audiovisual en redes, sino que han avanzado a la predicción de intereses y preferencias de los usuarios, para darles forma y canalizarlos a su nuevo “yo”.
Dicho de otro modo, los usuarios crean el algoritmo, y a su vez el algoritmo paulatinamente crea a los usuarios.
Vivimos una nueva era donde el cambio progresivo ha dado paso al cambio exponencial y para cuando nos detenemos a estudiar sus efectos en la comunicación política, nos encontramos ya en otra instancia del cambio permanente.
Para quienes busquen adaptar sus estrategias a la siempre nueva realidad, el primer paso es aceptarla, comprender los esfuerzos digitales como un componente integral de cualquier esfuerzo profesional de comunicación política, y dejar atrás cualquier duda respecto a su importancia en el objetivo final. Recordemos que mientras algunos siguen en la discusión sobre la pertinencia de cierta social media y sus algoritmos, muy probablemente los otros ya saben cuál será el resultado de la próxima elección.
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